martes, 21 de octubre de 2008

SONATA

Chimenea encendida. La memoria, que gusta de imponer sus pautas, la reclames o no, me lleva al fin del verano, tan reciente. Fuimos a una isla y volvimos de una isla. Y ya. Cualquier isla es todas las islas.
No se trata de retórica metafísica. Simple y llanamente, cada lugar es el sabor que deja. Su acidez, su dulzura. En el caso de las islas, ni acidez ni dulzura, sino la conciencia de un lugar, más que cerrado, definitivo. Y esto, en trasposición de lo que escribiera Borges respecto al concepto de texto definitivo, “no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Prefiero llegar cuanto antes a los lugares a los que voy o regreso para, una vez allí, detenerme, saborear la demora. Tal vez por eso soy lector de poesía. Otros, y bien que hacen, prefieren retardar el trayecto. He ahí la prosa. Entre una y otra manera de viajar, leer, vivir, el único vínculo es el viaje mismo.
Anoche escuchaba una sonata de Shostakovich. Más que esa música bellísima, lo que ansiaba era el silencio que queda mientras aún vibra la última nota (es la forma más próxima y menos terrible de eternidad que conozco), para poder demorarme después en la escucha mental de esa misma sonata, ahora ya sí completamente mía.

lunes, 20 de octubre de 2008

FRAGMENTOS

“La certidumbre de que nada existe, por lamentable que sea, no deja de ser una certidumbre. Pocas personas son capaces de tenerla.”, nos alerta Flaubert en Bouvard y Pécuchet, esa obra casi póstuma que es en sí misma un tratado sobre la estulticia, un inteligentísimo brevario de la estupidez. Obra que, y en fácil paralelismo, me lleva siempre al Encomio de la estulticia de Erasmo (sí, el traducido por lo común como Elogio de la locura). Flaubert, aun a sabiendas de que será inútil, les hace leer una biblioteca entera. Tomos y tomos de tratados, compendios, prontuarios, summas, floriregios de todo el saber y todas las disciplinas para que, a la postre, vuelvan a ser lo que fueron y no han dejado de ser: copistas. El retorno. Una vez más el retorno.
En la edición de 1515 de esa obra de Erasmo, que azota con vergajos de carcajadas el dogmatismo escolástico, hay un dibujo a la pluma de Hans Holbein el joven. En él, tocada con las clásicas y asnales orejas (“aquellas orejas que levantaba antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan”), la Estulticia tiene en sus manos un muñeco que no es sino un icono de sí misma. ¿O es ella misma?
Día de clase. ¿Por qué todo lo anterior? ¿Son esos alumnos bostezantes el fantasma de Pécuchet, la estantigua de Bouvard? ¿O lo soy yo? A menudo, entre ellos, me siento como quien en la playa, entre cuerpos devoradores de sol, ansía el invierno.

(Ilustración superior: Carlos Mansilla)