martes, 30 de diciembre de 2008

Curioso lo que hacemos con el tiempo, contra el tiempo. Cómo lo maltratamos, lo eludimos con nuestro desdén, con nuestra indiferencia.
Dentro de poco habremos despedido el año que termina, alegres en su adiós, ufanos en la acogida al otro que principia. Tan satisfechos, tan burbujeantes que ni percibiremos siquiera que no es el año, el tiempo, quien se va sino nosotros. Sólo nosotros. Y haremos las consabidas promesas. Y, en voz alta o a hurtadillas, formularemos fútiles anhelos. Proyectos repetidos. Migajas de nosotros en el tiempo. Rainer Maria Rilke lo expresó de modo más nítido y bello:
El futuro... no se mueve: somos nosotros los que deambulamos por el espacio infinito.
Y en ese deambular poco logramos salvo proyectar los horrores y maravillas de lo que nos perteneció porque fuimos. Apenas poco más que recorrer el rastro de lo que perdimos y, una vez y otra, seguimos buscando sin percatarnos de que la pérdida es el único motivo del lienzo. Deambulamos, en fin, de uno a otro de nosotros mismos. Segmentos de un tiempo acurrucado en el rescoldo del tiempo ido.
Así que, cuando se hayan felicitado por el año nuevo, sean precavidos: compadézcanse de esos ustedes mismos que ya nunca volverán a ser.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Desde la habitación de un hospital la nieve, como la vida, es algo que sucede al margen de uno mismo. Algo irreal, producto más de la filosofía que de la atmósfera. En ese instante uno da en pensar que, como los copos, no es sino una indeterminada sucesión de unos que caen sin conocerse. El que ve caer la nieve, el que cierra la pluma una vez escritas estas reflexiones, el que luego, días más tarde, las teclea en el ordenador. Algo en mi rostro habrá mudado de entonces a ahora. Y algo en el paisaje habrá trocado esa nieve por una mancha gris, un fragmento de luz o un barro sucio. Cosas que, extintas, nos llaman desde el pasado. Como cada uno de esos yo.

martes, 11 de noviembre de 2008

Las conversaciones en clase, más allá de la materia que se explica, a menudo deparan sorpresas. Al fin, toda persona, salvo que esté acabada, es siempre un alumno. Hoy, sin ir más lejos, se ha hecho una vez más evidente lo obvio: el absurdo al que nos abocamos si comprendemos el pasado desde el presente, de manera que cualquier avance de otrora visto desde el hoy deviene retroceso. La engañosa hoydad marca así su tesis: avanzamos retrocediendo. Lo cual, como la de la flecha y el arquero, es pura paradoja. Aunque la flecha, pese al imposible teórico, acaba por clavarse en el blanco. Será costumbre.
Las concepciones del espacio y del tiempo andan por lo general con sus retruécanos. Y da igual que sea el pasado quien nos explique por mucho que queramos entender lo que fuimos desde el escurridizo presente. Ni más ni menos que lo que T. S. Elliot, tan bellamente, nos dice en "Burnt Norton", el primero de sus Cuatro Cuartetos:
"Si es eternamente presente el tiempo
todo, todo el tiempo es irredimible.
(...)
Resuenan pisadas en la memoria
por el camino que no recorrimos
hacia la puerta de la rosaleda
que no abrimos nunca..."

Por cierto, la puerta, y el cuadro, son de Edward Hopper.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Las cosas te llevan y te traen. Como la marea las algas. De la última película de Steven Soderbergh, Che: el argentino, voy a los Diarios de Bolivia, escritos por el Che. Reconozco que nunca me gustó la vida de los santos (si exceptuamos la de San Agustín, con ese punto de crápula y vividor que reflejan Las Confesiones), y ese film es pura hagiografía. Pero puestos a desmitificar "la figura más grande del siglo pasado en Latinoamérica" (en palabras del protagonista, Benicio del Toro, claro que a él en la cosa le van, más que el sueldo, los dividendos), nada mejor que leer sus Diarios. Qué vida tan prosaica y aburrida la del revolucionario. Un ir de aquí para allá sin que suceda apenas nada. Una notaría de pobres andanzas y aburrida escritura. Bueno, al menos queda la foto de Korda. ¡Ay!, qué sería del Che sin esa foto. Es lo que tienen los iconos: un beso en París será siempre el fotografíado por Robert Doisneau.

martes, 21 de octubre de 2008

SONATA

Chimenea encendida. La memoria, que gusta de imponer sus pautas, la reclames o no, me lleva al fin del verano, tan reciente. Fuimos a una isla y volvimos de una isla. Y ya. Cualquier isla es todas las islas.
No se trata de retórica metafísica. Simple y llanamente, cada lugar es el sabor que deja. Su acidez, su dulzura. En el caso de las islas, ni acidez ni dulzura, sino la conciencia de un lugar, más que cerrado, definitivo. Y esto, en trasposición de lo que escribiera Borges respecto al concepto de texto definitivo, “no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Prefiero llegar cuanto antes a los lugares a los que voy o regreso para, una vez allí, detenerme, saborear la demora. Tal vez por eso soy lector de poesía. Otros, y bien que hacen, prefieren retardar el trayecto. He ahí la prosa. Entre una y otra manera de viajar, leer, vivir, el único vínculo es el viaje mismo.
Anoche escuchaba una sonata de Shostakovich. Más que esa música bellísima, lo que ansiaba era el silencio que queda mientras aún vibra la última nota (es la forma más próxima y menos terrible de eternidad que conozco), para poder demorarme después en la escucha mental de esa misma sonata, ahora ya sí completamente mía.

lunes, 20 de octubre de 2008

FRAGMENTOS

“La certidumbre de que nada existe, por lamentable que sea, no deja de ser una certidumbre. Pocas personas son capaces de tenerla.”, nos alerta Flaubert en Bouvard y Pécuchet, esa obra casi póstuma que es en sí misma un tratado sobre la estulticia, un inteligentísimo brevario de la estupidez. Obra que, y en fácil paralelismo, me lleva siempre al Encomio de la estulticia de Erasmo (sí, el traducido por lo común como Elogio de la locura). Flaubert, aun a sabiendas de que será inútil, les hace leer una biblioteca entera. Tomos y tomos de tratados, compendios, prontuarios, summas, floriregios de todo el saber y todas las disciplinas para que, a la postre, vuelvan a ser lo que fueron y no han dejado de ser: copistas. El retorno. Una vez más el retorno.
En la edición de 1515 de esa obra de Erasmo, que azota con vergajos de carcajadas el dogmatismo escolástico, hay un dibujo a la pluma de Hans Holbein el joven. En él, tocada con las clásicas y asnales orejas (“aquellas orejas que levantaba antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan”), la Estulticia tiene en sus manos un muñeco que no es sino un icono de sí misma. ¿O es ella misma?
Día de clase. ¿Por qué todo lo anterior? ¿Son esos alumnos bostezantes el fantasma de Pécuchet, la estantigua de Bouvard? ¿O lo soy yo? A menudo, entre ellos, me siento como quien en la playa, entre cuerpos devoradores de sol, ansía el invierno.

(Ilustración superior: Carlos Mansilla)