martes, 21 de octubre de 2008

SONATA

Chimenea encendida. La memoria, que gusta de imponer sus pautas, la reclames o no, me lleva al fin del verano, tan reciente. Fuimos a una isla y volvimos de una isla. Y ya. Cualquier isla es todas las islas.
No se trata de retórica metafísica. Simple y llanamente, cada lugar es el sabor que deja. Su acidez, su dulzura. En el caso de las islas, ni acidez ni dulzura, sino la conciencia de un lugar, más que cerrado, definitivo. Y esto, en trasposición de lo que escribiera Borges respecto al concepto de texto definitivo, “no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Prefiero llegar cuanto antes a los lugares a los que voy o regreso para, una vez allí, detenerme, saborear la demora. Tal vez por eso soy lector de poesía. Otros, y bien que hacen, prefieren retardar el trayecto. He ahí la prosa. Entre una y otra manera de viajar, leer, vivir, el único vínculo es el viaje mismo.
Anoche escuchaba una sonata de Shostakovich. Más que esa música bellísima, lo que ansiaba era el silencio que queda mientras aún vibra la última nota (es la forma más próxima y menos terrible de eternidad que conozco), para poder demorarme después en la escucha mental de esa misma sonata, ahora ya sí completamente mía.

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